Para alguien en silla de ruedas el
primer obstáculo comienza cada mañana al salir de casa, ya sea ante unas
escaleras o incluso el ascensor. La puerta metálica de este se presenta
ante mí como una muralla de acero. Tiro de ella con una mano, mientras
que con la otra giro la rueda de la silla, por lo que acabo dando la
vuelta sobre mí mismo. Entro de espaldas al ascensor, para que me
resulte más sencillo salir de él. Al cerrarse las puertas metálicas,
estas chocan contra mis pies, por lo que no se cierran. Durante un rato
peleo para mover la silla hacia distintas posiciones, pero no es fácil
salvar las puertas. Agarro cada una de mis piernas y las bajo de su
apoyo. Pongo los pies sobre el suelo, para poder desenganchar las piezas
delanteras de la silla. Logro así que las puertas se cierren.
Llego a la planta baja. Las puertas
correderas se abren. Vuelvo a enganchar las piezas y me doy cuenta de
que el ascensor se ha quedado unos diez centímetros por debajo del piso.
Empujo la puerta con mis manos e intento salir, pero no lo consigo. Las
ruedas delanteras chocan y es imposible moverse hacia fuera. Tras
varios intentos consigo elevarlas, pero ahora son las dos ruedas
traseras las que no logro alzar. Tras unos dos minutos de agonía e
intentos fallidos, consigo mediante un fuerte impulso pasar este bache.
Salgo de mi portal y subo por la acera
donde Isabel, una compañera de clase, me espera. Subir una cuesta en
silla de ruedas se convierte en toda una proeza digna del mejor de los
deportistas. Cuando llego arriba veo que la acera no tiene rampa, sino
un acantilado de 20 centímetros de altura. Una medida que muchos solo
valoran para según qué cosas.
Coger el autobús
Decido tomar un autobús. Cuando este
llega, hago uso de una rampa que la EMT (Empresa Malagueña de
Transportes) ha dispuesto en cada vehículo. Una vez dentro, pago al
chófer y me sitúo en la zona reservada para minusválidos, asegurando mi
posición con el freno y con un cinturón.
El exceso de gente es en mi mayor
problema, resultando muchas veces difícil ir a la zona reservada, pese a
que esté junto a la puerta. Aunque no lo parezca, las personas de
cierta edad tienden a ser menos respetuosas con los minusválidos: no
dejarte pasar o haber dejado el carro de la compra en la zona señalada,
son una constante en mis viajes.
En ocasiones, te topas con personas que
te dificultan aún más la vida. Puede ser incluso con empleados públicos,
como cierto conductor de la EMT, tal vez la oveja negra de su gremio.
Tras pararse en La Alameda y no bajar la rampa porque está rota, sin
avisarme de ello, tampoco me da una respuesta sobre qué hacer. Dos
chicos jóvenes se bajan a ayudarme y al final, de malas formas, también
él baja y les aparta, cogiéndome de la silla y empujándome hacia el
escalón del bus, casi tirándome ante los ojos atónitos de los pasajeros.
Estudiar en la universidad
El ‘zulo’, que es como los estudiantes
denominan al aulario Severo Ochoa situado en la Universidad de Málaga,
carece de aseos habilitados. Rezo por no tener que ir al servicio en
alguna de las dos o tres horas de clase.
Por otra parte, ninguna de las aulas
está preparada para alguien en silla de ruedas. Todas las mesas están
unidas a los asientos y la distancia entre estos y el pupitre es ínfima,
por lo que me es imposible utilizar un escritorio. Tomar notas se
convierte en un trabajo arduo, en una postura cada vez más incómoda con
el paso de las horas.
Pasear por Málaga
Como es lógico, el centro de Málaga está
más acondicionado. Aún así, existen numerosos obstáculos. El peatón no
puede hacerse una idea de lo frustrante que es encontrarse con motos y
coches aparcados en las rampas de las aceras, haciendo no solo que
retroceda todo lo transitado, sino que en ocasiones no pueda llegar a mi
destino.
Me desplazo al Ayuntamiento. Su acceso
está acondicionado, pero una vez dentro, me es complicado abrir la gran
puerta de la secretaría, cuya mesa además tiene una altura considerable,
lo que dificulta rellenar cualquier documento.
Continúo
mi camino hasta toparme con el McDonald’s del Alameda. Su gran escalón y
sus escaleras en ambas entradas lo erigen como una fortaleza
impenetrable.
El Banco Barclays y el Santander, ambos
en la calle Larios, son otra muestra de falta de consideración hacia los
discapacitados. Puedo olvidarme de entrar a ellos debido a sus
peldaños.
Fosco, Casa Mira, Farmacia Mata, Mango,
Desigual o Bershka entre otros, son un ejemplo de comercios céntricos a
los que es imposible acceder sin ayuda.
En la gran mayoría de bares o cafeterías
de esta zona solo puedo almorzar en la terraza, ya que carecen de
accesos habilitados para entrar al local. Esto no es un problema en
verano, pero ¿en invierno? Almuerzo en la terraza del restaurante Vaca
Loca, pero no puedo entrar a lavarme las manos porque cuatro peldaños de
mármol se interponen entre el lavabo y yo. Pregunto al camarero por
algún tipo de toallita húmeda para limpiarme, pero no tiene. Pese a que
llevo guantes cortos, el polvo y la suciedad son una constante por el
movimiento de las ruedas.
Por otro lado, tirar la basura se convierte en una tarea digna de Pau Gasol o de algún malabarista.
Cruzar un paso de peatones se vuelve
extremadamente peligroso, sobre todo si hay coches aparcados a los
lados. No soy capaz de ver por encima de estos, por lo que no sé si se
acerca algún vehículo hasta que ya me he aventurado a la carretera.
Ir de compras
Pese a que varias tiendas del centro sí
que están preparadas (rampa de acceso, ascensor y baño), se hace
agobiante no ver hacia dónde vas. Frente a mis ojos solo hay muros y
muros de prendas, los cuales solvento en busca de caminos que me lleven
hacia algún destino. No sé los obstáculos que me voy a encontrar por la
ruta elegida, ni si esta me lleva a un camino sin salida.
Tampoco puedo acceder a ninguna prenda
que esté colgada por encima de un metro y medio. Imagínese esta
situación un sábado o en periodo de rebajas.
Lugares de fácil acceso
No todos los negocios tienen un acceso
difícil. Acudo a mi cita en el dentista. Sus espacios amplios y camillas
bajas sin ‘brazo’ en su lateral para poder subir, son un aliento.
Voy a cenar al Plaza Mayor, por lo que
me llevan en coche. Tras el arduo proceso que supone montarme en él,
llego al centro comercial, repitiendo el proceso a la inversa.
Prácticamente la totalidad de los
locales están preparados. Entro a cenar al Burguer King. La cola está
delimitada por pivotes de acero, aunque dejan espacio suficiente para
pasar. Llego al mostrador, observando desde la altura de un niño, pero
con los ojos de un adulto.
Barreras insalvables
El reto más difícil es ir al baño. Nada
más abrir sus puertas, me encuentro con el desafiante inodoro de frente y
junto a este, dos barras de acero que permiten sujetarme: una anclada a
la pared y la otra móvil.
El aprendizaje de este proceso es
complicado: tras entrar con la silla y ponerme sobre las barras para
tratar de erguirme, no sé cómo girar sobre mí mismo sin caerme. Vuelvo a
sentarme en la silla tras no saber qué hacer. Miro a mi alrededor y
decido volver a intentarlo. Una vez en el aire, sostenido solamente por
la fuerza de mis brazos, intento girar, pero me caigo sobre la taza,
golpeándome contra esta. Ahora toca desabrocharse el pantalón, algo
bastante difícil cuando estás totalmente sentado. Lo consigo a duras
penas. Después, hago el proceso opuesto para poder sentarme en la silla.
Lo que otros hacen en un minuto, me lleva más de quince, además de las dificultades y los golpes comentados.
No puedo sacar a mis perros, no solo porque son grandes, sino porque no se me ocurre la manera de poder recoger sus excrementos.
Por otro lado, noto cómo mi cuerpo,
sobre todo muslos y glúteos, se resienten al estar numerosas horas sobre
una silla. Si multiplicamos el tiempo por 365 días y estos a su vez por
años, es comprensible que alguien que viva aferrado a una silla sufra
úlceras en dichas partes del cuerpo.
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Por suerte, no soy uno de los cientos de
malagueños que cada día tienen que enfrentarse a Málaga en una silla de
ruedas, sino que soy un estudiante de periodismo que ha decidido
ponerse en la piel de estas personas. Aun así, jugaba con una gran
ventaja: saber que en cualquier momento podía levantarme de mi
‘prisión’. Además, quería probar a Málaga: ¿está preparada? La respuesta
se la puede figurar usted tras la lectura de este artículo.
Quienes están en silla de ruedas son un
claro ejemplo de superación diaria. Todo lo que para nosotros es algo
común del día a día, que no nos supone una mínima dificultad, puede ser
un tormento para ellos.
A diario superan obstáculos
inimaginables, la ciudad está lejos de dejar de ser un territorio
hostil. Solo queda, eso sí, un estímulo esperanzador:
Al contrario de lo que se piensa, la
gente joven se ha volcado en ayudarme. Un buen motivo para confiar en
que el futuro será mejor.
http://cantera.diariosur.es/sedanojon/20140508-24-horas-en-silla-de-ruedas-671.html
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