Paco Corral cuenta que con cuatro años despertó un día y sus piernas no lo sujetaban. «Es un recuerdo lejano», dice, como lo es el de aquel mes de octubre cuando estuvo ingresado en la Casa Grande para recibir corrientes que estimularan su cuerpo y evitaran una parálisis total. Habla pausado, no hay rencor, y sí cierta ironía al contar que, entre el 56 y el 62 y cuando no había vacuna para la pandemia de la polio, desde EEUU llegaron unas pocas dosis que Franco administró entre sus familiares y amigos íntimos. «Al menos eso se decía», indica, mientras en su casa del zaragozano barrio del Actur combinamos recuerdos, cervezas y un plato de olivas negras.

Nadie sabe realmente a cuántos niños y niñas la polio dejó en sillas de ruedas, mutilando sus vidas, y nadie lo sabe porque el régimen de Franco hizo como si la polio fuera una cosa menor y no un picotazo feroz en la columna vertebral de toda una generación.

En casa de Paco no estamos solos. Su mujer, Pilar Comeras, nos escucha y en ocasiones asiente y en otras su gesto desvela una historia de superación y lucha. Ella también es una niña de la polio y ambos saben que si salieron adelante fue gracias a las familias que se dejaron la vida y los ahorros para que fueran tratados y operados por los mejores especialistas. Paco recuerda las horas y horas de rehabilitación. «Éramos niños que jugábamos a salvarnos y lo hacíamos a través de largas jornadas de ejercicios». Con los años comprendió el miedo de sus padres, pero sin embargo señala que «su infancia fue feliz, porque vivía rodeado de cariño, y el cobijo y el amor hacen que la amargura salga por la puerta de atrás».

Hoy el matrimonio, ya jubilado, vive una vida dulce, donde las imágenes de sus muchas operaciones son en blanco y negro, así como todo su proceso de aprendizaje escolar que tuvo que ser en casa, recuerda Paco, «porque en los colegios de monjas los ascensores no podían ser utilizados por los alumnos y además no querían niños discapacitados. Había mucho clasismo». El Instituto Goya le abrió sus puertas y su ascensor y así pudo empezar a vivir su enfermedad como él quería vivir su vida a los 11 años: con libertad. Pilar también pudo estudiar y hoy sabe que el Estado los olvidó, «porque si no hablas de algo es como si no existiera y nosotros durante años solo existimos para nuestras familias que callada y obedientemente fueron recomponiendo nuestros cuerpos».

La luz del sol se cuela a través de la persiana y me enseñan fotos que muestran una vida plena: con amigos, en el trabajo, la familia, su hijo. Hay un silencio cuando Paco recuerda que el niño, tendría cuatro o cinco años, les dijo: «¿Pero por qué mis dos padres están enfermos?». Ellos le respondieron: «Tus padres tienen que vivir con las secuelas de una pandemia, la polio, pero luchamos para ser los mejores para ti». 

 

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