Hace muchos años fui a la biblioteca de mi facultad y me di cuenta
entonces de que no podía acceder a la zona del depósito. No podía
entrar, por unos escalones allí situados, al área de los ordenadores de
consulta ni a pedir que me sacaran un libro. En seguida me
tranquilizaron diciéndome que en breve ese problema dejaría de existir
porque estaba construyéndose una nueva biblioteca que albergaría los
numerosos volúmenes que hasta entonces permanecían ocultos al gran
público. Al cabo del tiempo, acudí al edificio y, en efecto, la nueva
instalación alojaba los volúmenes deseados. Lo malo para mí, que voy en
silla de ruedas era que en la entrada había un socavón lo
suficientemente ancho (un palmo y medio aproximadamente) como para no
dejarme acceder al lugar (un sumidero de agua, creo que llamaban al
boquete). Tal y como le expliqué al director de la biblioteca y al
decano de la facultad, era como si se hubiera construido una casa y al
constructor se le hubieran olvidado ponerle puertas a la vivienda.
El fallo en la construcción era tan obvio y de tan fácil arreglo que
la siguiente vez que fui al lugar ya se habían colocado las suficientes
pasarelas de dos palmos de longitud para que cualquier persona,
independientemente de su modo de trasladarse pudiera acceder al
edificio. Entre los dos viajes a la universidad, había concebido el
concepto sencillo de que “las casas sin puertas” sirven para excluir a
mucha gente y muchas veces es tan fácil como difícil hacer las cosas
bien como hacerlas mal.
Esa idea de ver gran parte de nuestro entorno como casas sin puertas,
que se extiende en muchos casos a tiendas sin puertas, hoteles sin
puertas, bancos sin puertas, restaurantes sin puertas, y un sinfín de
elementos sin puertas se me antojó un modo bastante simple de ver y
abordar el asunto de la accesibilidad a un entorno que para muchos
resulta hostil. Esta forma de entender las cosas es sin duda simple y en
muchos casos simplista. En este punto, sin embargo, mi cabeza no da
para mucho más.
Puede que tener que enfrentarse a situaciones más complejas sea la
razón por la que la sociedad está dejando relegadas a un segundo plano a
muchas personas por su funcionamiento. Para mí está claro, hay muchos
individuos que queremos participar en este juego de la vida social pero
que nos estamos quedando rezagados porque o bien la sociedad no está lo
suficientemente sensibilizada, o bien porque las autoridades nos están
vejando al no cumplir su cometido: hacer respetar nuestros derechos,
llevar a cabo acciones positivas, o evitar nuestra discriminación. Son
solo unos ejemplos.
Todos formamos parte del mismo equipo. Sin embargo hay personas que
piensan que ese “todos” no incluye a las personas discriminadas por
nuestro funcionamiento. Con esto no estoy afirmando que nadie sea
imprescindible sino que todos somos necesarios. Sin embargo, por el
camino que llevamos difícilmente ganaremos la partida.
Es indudable que para alcanzar la plena igualdad social y de derechos
llevamos mucho retraso en diferentes ámbitos. Ese retraso lo tenemos
que solucionar con imaginación y soluciones creíbles. Sería fácil por mi
parte mantener que el cumplimiento de la Convención sobre los Derechos
de las Personas con Discapacidad lo arreglaría todo. Sin embargo, eso
suena a Poncio Pilatos y a lavatorio de manos. Claro que las soluciones
pasan por la Convención, pero hay que empezar por abrir puertas cerradas
hasta ahora en tres ámbitos: la asistencia personal, la eliminación de
las barreras, y la educación inclusiva. Si alguien me pregunta si llevar
a cabo estas medidas supone un trabajo de titanes, mi respuesta
necesariamente es que sí, que hay tarea para rato, para multitud de
ratos.
Autor: César Giménez Sánchez
http://www.derechoshumanosya.org/node/1312
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