Cuesta en ocasiones echar la
vista atrás, hacia aquel tiempo desolado y austero, donde una cruz bajo la que
apilar vencidos tenía más valor que un suero hacedor de vida. ¡A Dios se
llegaba con resignación y sufrimiento! En esos años oscuros, cargados de coplas,
radionovelas y espíritu nacional fuimos abriendo los ojos al mundo nosotros,
los niños de la polio. Nacimos sanos, de vientres deseados, pero el azar con su
dedo negro nos fue eligiendo, caminando sobre la alfombra roja de un régimen
desprotector y sórdido.
Y la lluvia desbordó en lágrimas,
y padres y madres, heroicos, cambiaron angustia y lamentos por lucha extenuada,
en un largo camino por vernos caminar.
Nunca hubo ni habrá suficiente
agradecimiento.
La epidemia de polio golpeó con
dureza al mundo durante la década de los 50. Y se cebó con los niños. Numerosos
países sufrieron sus consecuencias. Tras unas gigantescas campañas para
recaudar fondos como nunca en la historia se habían visto, en 1955, la vacuna
inyectable descubierta por el doctor Jonas Salk comenzó a distribuirse gratis y
masivamente en la mayoría de las naciones occidentales “¡No se puede
patentar el sol!”. Desde ese momento por todas partes comenzaron a pasar
página de una de las plagas más desoladoras del siglo XX.
Excepto en España.
En este país, hoy de nuevo tan
convulso, las características derivadas de una atroz dictadura y las luchas
internas entre las distintas facciones del poder (falangistas contra militares)
hizo especialmente sangrante y particularmente miserable la ausencia de ese
fluido inmunizador. La existencia de la vacuna se silenció de modo público
hasta 1963, dejando durante ocho años los hospitales y dispensarios sembrados
de contagiados, con su carga de padecimiento y duelo: 2.000 niñas y niños
muertos y más de 14.000 con graves secuelas paralíticas de por vida.
Éramos nosotros.
Luego bastaron tres gotitas sobre
un terrón de azúcar, dulce combinación. El principio del fin de la pesadilla.
Tras años esculpidos en hierro, sudor
y tesón, de esos que forjan el carácter, de infancias cegadas por luces blancas
y muros grises; de sanatorios, hábitos religiosos y cicatrices que escocían
hasta la súplica; de pulmones de acero, paños de agua hirviendo y electrodos
que enervaban músculos y sacudían el alma; después de que al fin el milagro a
tanto esfuerzo, dolor y paciencia fueran unas escuálidas piernas de alambre
como estigma de vida…, ahora todo vuelve a empezar. El virus de la polio,
silencioso, agazapado, siempre fue un mal compañero de viaje. ¡De los que no te
olvidan!
Hoy, que la mayoría de aquellos
afectados de polio rondamos la cincuentena de edad, sufrimos unas secuelas
inesperadas. Poder caminar, aprender a correr solo fue un oasis, un simple
paréntesis. Pareciese que el quebranto que nos dejó siendo tan pequeños nunca
hubiese sido bastante. Los Efectos Tardíos de la Polio y el
Síndrome PostPolio nos han traído más daño y discapacidad, arrebatándonos las
escasas fuerzas que nos quedan, apartándonos de una sociedad que de nuevo nos
ignora.
Nos han ido excluyendo de
nuestras profesiones, sin darnos más opciones laborales, relegándonos a
pensiones escasas, cuando no miserables con las que subsistir, con el cuerpo
cansado, agotado de luchar el doble para alcanzar la mitad. Nos sentimos
extenuados, marginados de pagar prótesis ortopédicas, bastones y elementos de
movilidad que no son sino nuestras piernas; de las miradas humillantes y las
palabras ofensivas por una plaza de aparcamiento, del escalón que divide y las
barreras que frenan y sobre todo del desaire social, de que tribunales y
médicos nos ignoren por su falta de interés, del desconocimiento de una
enfermedad que fue pasado pero con unas secuelas graves muy presentes.
Tan solo pedimos que no seamos
ignorados, que se nos reconozca y se nos escuche.
Fuimos víctimas de la negligencia
del franquismo, hoy somos los grandes olvidados de la democracia. Nosotros, los
supervivientes de la polio, somos parte de la Memoria Histórica de este país.
Va siendo hora de hacer justicia.
(*) Autor de Sueños de
Escayola.
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