Cuando iniciamos los trámites para lograr
el Certificado de Minusvalía de mi hijo, recuerdo ver a mi marido
cabecear contrariado sobre los formularios y cuestionar el empleo del
término “minusvalía”. El departamento encargado de aquella gestión
llevaba por nombre Sección de Calificación y Valoración de
Minusvalideces. Era 2005, y ese mismo encabezado se repitió en
diferentes trámites y renovaciones posteriores. Hubo que esperar al año
2011 para recibir el primer documento donde la palabra “minusvalideces”
apareciera sustituida por “discapacidades”.
– ¿Qué más da? -dije yo, indiferente,
aquel día- ¿Qué más da una palabra que otra? Lo que es, es, y de nada
sirven los eufemismos.
El diagnóstico de Antón había caído sobre
mí como una auténtica tragedia y mi percepción sobre la discapacidad
estaba muy lejos de lo que hoy ha llegado a ser. Estaba atravesando una
de esas fases en las que los expertos dividen el proceso de duelo: la
del dolor. Pero no estaba dolida, estaba cabreada, muy muy cabreada.
Poco podía imaginar yo entonces lo mucho que iba a cambiar con el tiempo
mi perspectiva, mi forma de pensar y de sentir también en este aspecto:
el del lenguaje.
Las palabras son enormemente poderosas.
No sólo designan objetos o conceptos, sino que también dan forma al
pensamiento y este, a su vez, condiciona nuestras actitudes. Así que,
para cambiar actitudes inadecuadas, perjudiciales, equivocadas e
injustas, es necesario empezar por cambiar la forma en que hablamos y la
terminología que empleamos.
LA DISCAPACIDAD COMO PARTE DE LA NATURALEZA
Existe un conjunto de palabras que se han
venido utilizando para hacer referencia a las personas con discapacidad
y que deberíamos desterrar para siempre de nuestro vocabulario. Son
palabras que obedecen a otras épocas y formas de pensamiento. Y son,
además, calificativos y expresiones ligadas a una concepción peyorativa,
negativa y estigmatizada de la discapacidad. Una concepción que
entendía la discapacidad como un castigo o que la interpretaba como una
anomalía excepcional de la naturaleza.
Nadie con un mínimo de sentido común y
sensibilidad podría sostener a día de hoy la teoría del castigo divino.
Respecto a la gente que percibe la discapacidad como algo excepcional,
tampoco se ajusta a la realidad. Se estima que el 10% de la población
mundial tiene algún tipo de discapacidad. Con estas cifras no se puede
considerar esta circunstancia como algo excepcional en la naturaleza,
sino como parte inherente a ella.
Las personas con discapacidad son, pues,
la minoría más amplia que existe cuantitativamente y, sin duda, también
la más heterogénea: se da en todos los continentes, en todas las
culturas y grupos étnicos, en ambos géneros y a cualquier edad, en todas
las comunidades religiosas, partidos políticos y grupos ideológicos, en
cualquier clase social o colectivo profesional… La discapacidad no es
una excepcionalidad, es parte de la naturaleza, del mundo y de la
sociedad.
Las personas con discapacidad son negras,
blancas o asiáticas; altas, bajas, gordas o flacas; rubias, morenas o
pelirrojas. Cristianos, musulmanes, judíos, budistas, hindúes y ateos.
Heterosexuales u homosexuales. Padres, madres, hijos, sobrinos, tíos,
abuelos, suegros, yernos, primos… Pueden ser maestros, peluqueros,
abogados, reponedores, arquitectos, transportistas, médicos, ordenanzas,
ministros, agricultores, camareros, banqueros o científicos. La
discapacidad es inherente al ser humano y puede, además, llegar a
afectar de forma transitoria a todas las personas en algún momento de
sus vidas.
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©Paula Verde Francisco
©Paula Verde Francisco
CAMBIAR LAS PALABRAS PARA TRANSFORMAR LAS ACTITUDES
Las personas con discapacidad merecen ser
tratadas con el mismo respeto que las no afectadas por esta
circunstancia. Y ese respeto debe empezar por la forma en que nos
referimos a ellas. Desechemos de nuestro vocabulario ciertas palabras
que obedecen a formas de pensar deformadas, irrespetuosas y crueles:
minusválido (¿quién, cómo y en función de qué criterio se decide si un
ser humano vale menos que otro?), retrasado, impedido, deficiente,
disminuido, inválido, tullido, incapacitado, paralítico, mongólico,
discapacitado… La lista de vocablos desafortunados es interminable. La
mayoría de ellos, además, ha derivado en insulto o tienen una fuerte
carga negativa.
Debemos cambiar también las expresiones
que describen esta circunstancia. Una persona no “es discapacitada” sino
que “tiene una discapacidad”. Del mismo modo que quien “tiene gafas” no
es un “gafoso” o a quien padece cáncer no lo definimos como canceroso,
ni a los portadores del VIH como sidosos. Si estos términos nos parecen
intolerables, ¿por qué no aplicamos las mismas reglas al mundo de la
diversidad funcional?.
Las personas no SON sus condiciones, sino que las TIENEN:
Una persona no “es un Down” sino que “tiene Síndrome de Down”.
No es autista, tiene autismo.
No es retrasado mental, tiene una discapacidad cognitiva.
No es paralítico, tiene parálisis cerebral.
No es enano, tiene acondroplasia.
No es tretapléjico, tiene una tetraplegia.
No se padece o sufre una discapacidad, se tiene una discapacidad.
No se está atado o confinado a una silla de ruedas. Una silla de ruedas se utiliza para desplazarse.
No es autista, tiene autismo.
No es retrasado mental, tiene una discapacidad cognitiva.
No es paralítico, tiene parálisis cerebral.
No es enano, tiene acondroplasia.
No es tretapléjico, tiene una tetraplegia.
No se padece o sufre una discapacidad, se tiene una discapacidad.
No se está atado o confinado a una silla de ruedas. Una silla de ruedas se utiliza para desplazarse.
La inclusión de las personas con
discapacidad debe convertirse en una realidad. La necesidad de
normalizar sus vidas es urgente, entendida ésta como la existencia plena
y activa dentro de la sociedad. Debemos considerar, ver y entender la
discapacidad como parte inherente de la condición humana. Y nada de esto
será posible, si no empezamos por cambiar las palabras y expresiones
con que hacemos referencia a sus circunstancias y su forma de funcionar.
DEFINIR A LAS PERSONAS POR LO QUE SON Y NO POR SUS DIAGNÓSTICOS
Ya hemos visto cómo las palabras pueden
crear o destruir porque muchas veces elaboran el pensamiento y le dan
forma. Los términos llevan asociados ideas, valores y prejuicios que se
transmiten en el tiempo. Si, con el tiempo, queremos cambiar esos
conceptos y valores, debemos empezar por cambiar las palabras. La
utilización de cierta terminología anticuada y poco apropiada puede
perpetuar estereotipos negativos y reforzar barreras de comportamiento
muy importantes. Y son estas barreras las que suponen el principal
obstáculo en la vida de las personas con diversidad funcional.
Determinados diagnósticos médicos parecen
apoderarse por completo de los individuos a quienes se asignan. La
mayor parte de las personas no son definidas por sus diagnósticos. Antes
que nada son personas, que pueden estar o no afectadas por determinadas
condiciones médicas: dermatitis, reumatismo, diabetes… No anteponemos
ninguna de estas clasificaciones médicas a la persona. Son Alberto,
Marta, Irene o Martín y no “el asmático”, “la miope” o “el celíaco”.
Sin embargo, esto no es así para las
personas con discapacidad: anteponemos su diagnóstico (autismo,
parálisis cerebral, síndrome de Down) a su persona. Pocas veces
conseguimos percibir otras muchas características que también forman
parte de su personalidad: talento musical, pasión por los automóviles,
afición a la montaña, consumado repostero, lector voraz, contador de
chistes, facultad de oratoria, tímido, extrovertido, antipático,
carismático, tierno, huraño, fabulador, honesto, susceptible, alegre,
chismoso, idealista, ingenuo, pragmático, pesimista… y todos esos
cientos de rasgos que son los que ayudan a conformar lo que una persona
es.
Todo, absolutamente todo, queda
fagocitado, empañado y ocultado bajo un diagnóstico. La utilización de
este tipo de terminología debería quedar reducida al mundo de la
medicina, único ámbito donde la clasificación médica de una persona
puede tener algún sentido. No deberíamos permitir que, en el ámbito
social, esos términos definan lo que una persona es.
Cuando vemos el diagnóstico como la
característica más importante de una persona, la estamos despreciando
como ser humano. No podemos permitir que el diagnóstico de una persona
acabe definiéndola.
DIVERSIDAD FUNCIONAL
Hemos concluido que las personas no son
su discapacidad, sino que la tienen. Sin embargo, la expresión “tener
una discapacidad” tampoco me convence plenamente. Aunque la palabra
“discapacidad” resulte, desde luego, más apropiada que los calificativos
y expresiones que se han venido usando hasta ahora, sigo percibiendo en
ella una cierta carga negativa.
Hemos reflexionado también acerca de lo
que significa realmente tener una discapacidad: supone tener unas
características biofísicas diferentes a las de la mayoría cuantitativa
de la población y que llevan a funcionar de forma distinta. Es por ello
que la expresión “diversidad funcional” se ajusta mejor a la realidad y,
a diferencia de los adjetivos y expresiones empleados hasta ahora, no
lleva implícita ninguna connotación negativa.
Existe un movimiento de personas adultas
con discapacidad del que he aprendido muchísimo: Foro de Vida
Independiente (FVI). Este colectivo defiende el modelo de vida que yo
quiero para mi hijo cuando alcance la etapa adulta. Es aquí donde se
gestó la expresión diversidad funcional y desde donde se está luchando
para lograr su implantación.
Representa, sin ninguna duda, una
expresión mucho más respetuosa, justa y adecuada a la realidad.
Entendiendo que en esto, precisamente, consiste tener una discapacidad:
en funcionar de un modo diferente. Bien sea desplazarse en una silla de
ruedas (en lugar de andar con las piernas), comunicarse con lengua de
signos o pictogramas (y no con lenguaje verbal), escribir empleando un
teclado en vez de un bolígrafo o sustituir la vista por el tacto
(braille) para leer un texto.
Entiendo que es un término que puede
resultar largo y complejo, pero creo que deberíamos hacer el esfuerzo de
que cuaje y se popularice. Hemos sido capaces de incorporar a nuestro
vocabulario términos, nombres y hasta expresiones imposibles sin ningún
problema: Ratzinger, Schwarzenegger, Guggenheim, Azerbaiján, Al-Qaeda,
pen drive… Últimamente ni siquiera nos molestamos en traducir los
títulos de series de televisión. La lista de ejemplos resulta
interminable y respecto al mundo de los niños, parece imposible que
puedan manejar con tanta soltura las denominaciones de todos los Pokémon
y sus evoluciones, o la compleja lista de dinosaurios y, sin embargo,
lo hacen.
Hagamos, pues, el esfuerzo colectivo de
cambiar también las palabras y expresiones que utilizamos para hacer
referencia a un colectivo tan importante como marginado. Nunca podrán
alcanzar una inclusión real si no empezamos por referirnos a ellos de
forma digna, correcta y justa.
FRASES Y EXPRESIONES QUE CONSTRUYEN BARRERAS MENTALES
“De cerca, nadie es normal”
Todos y cada uno de nosotros, en algún
momento de nuestras vidas, nos hemos sentido “diferentes” al resto.
Estoy segura de que es un sentimiento común a todos los seres humanos.
Pero, de forma paradójica, consideramos “normales” a la mayoría de
personas que nos rodean. Sin embargo, cuando tenemos la oportunidad de
conocerles algo más a fondo, llegamos a darnos cuenta de que no son todo
lo normales que parecían a primera vista. La frase de Caetano Veloso
que encabeza este párrafo no puede definir mejor y de forma más concisa
esta sensación.
La “normalidad” parece envolverlo todo y a
todos. Pero, ¿que significa “ser normal”? ¿Se ajusta todo a una única
norma? ¿Respondemos todos a una forma normal de ser, estar o vivir? No.
¿Por qué, entonces, existe esa idea colectiva de normalidad? La
respuesta constituye para mí un misterio. A no ser que confundamos
normal con convencional. Puede que la mayoría de nosotros llevemos vidas
más o menos convencionales, pero lo cierto es que ninguno somos en
realidad normales y casi nadie, en su fuero interno, se sentiría
completamente identificado con este adjetivo.
Artículo de Carmen Serrano, de cappaces.com
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