jueves, 8 de noviembre de 2018

Fuck normality!


" ...“Normalidad” quizás sea la palabra más entrecomillada de la historia, probablemente porque responda a la idea más vacía (¿de qué nos informa?), deshabitada (¿quién es normal?), y violenta (sexismo, racismo, capacitismo…) que haya forjado el poder en su anhelo de controlar cuanto pueda amenazarlo. La decimos como sin querer decirla, a medio camino entre la desidia y la culpa por perpetuar estereotipos. Y es en esa dificultad donde merece la pena bucear para encontrar claves que nos permitan, por un lado, comprender cómo opera la idea de normalidad para preservar el poder y, por otro lado, explorar nuevas posibilidades de describir la realidad sin comillas, sin los prejuicios y mitologías que apuntalan dicho poder.
Existe un esquema opresor basado en la idea de normalidad que estructura diferentes formas de discriminación. Viene a ser algo así: 1) El mundo, el espacio de lo posible, se divide en dos únicas categorías excluyentes, esenciales e inmutables: lo normal y lo anormal. 2) Se identifican las diferencias y las correspondientes a lo anormal son minusvaloradas, medicalizadas y estigmatizadas. 3) Se naturaliza la desigualdad social a partir de esas diferencias. Así funcionan el sexismo (hombre/mujer), el capacitismo (capaz/incapaz) o el racismo (blanco/no blanco), por ejemplo.
Es fácil observar que estas dicotomías opresoras son de carácter mitológico, que no se ajustan a la realidad. Al sexismo se le atragantan los movimientos LBGTIQ, que han visibilizado la sexualidad cómo un continuo fluido mucho más allá de binarismos en la corporalidad, la identidad y la orientación. El capacitismo se tambalea desde que quienes habían sido catalogadas como inválidas o discapacitadas se refieren a su propia realidad como “diversidad funcional”, poniendo de relieve que hay muchas maneras de ser, estar y hacer en el mundo y que algunas comportan una discriminación sistemática al interaccionar con un medio social pensado sólo para las maneras de funcionar afines a la idea de productividad. Vamos, que si alguien en silla de ruedas no sube al tren ya no pensamos que la persona no puede acceder porque sus piernas estén mal, sino que no le dejan porque socialmente se permiten trenes que están mal y no contemplan las diversas maneras de moverse, por ejemplo. Más claro aún, si cabe, con el racismo, en tanto que la misma idea de “raza” ha sido vaciada de contenido desde los discursos de todas las ciencias y desde la vivencia, cada vez más significativa, de sociedades mestizas, multiculturales y multiétnicas a lo largo y ancho del planeta.
Sin embargo, a pesar de la contundencia de los saberes y las experiencias que certifican lo ineficaz, injusto y cruel que resulta un mundo pensado en términos de normalidad, el poder se resiste a abandonar este esquema opresor. Sigue necesitando que el sexismo garantice la reproducción, que el capacitismo optimice la productividad y que el racismo facilite el expolio internacional. Ante semejante tsunami de normalidad, sólo cabe resistir desde lo cotidiano y desde la cultura, haciendo de la diferencia una trinchera en la convivencia, poniendo en valor la anomalía como potencial creativo. No olvidemos que, como decía Foucault, el poder es un entramado de relaciones, es nuestra responsabilidad hacernos conscientes de los privilegios y las opresiones que nos construyen en relación a las demás para poder tejer vínculos desde la riqueza de la diversidad humana en todos sus aspectos. Pocos ámbitos como el del arte y la cultura para ello, donde siempre ha estado claro que la homogeneidad es muerte. Resulta imprescindible, incluso urgente, recuperar el grito político y existencialista del punk: fuck normality!"





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