LOS APARATOS QUE ME MANTIENEN…
Gozaba poco tiempo de vida
cuando llegó aquella maldita epidemia de la polio inundando y arrasando
mi organismo al completo y dejando a mis piernas rotas cuales trapos
viejos; sin vida y movimiento alguno para el resto, que se dice pronto,
aunque, se vive gota a gota…
Ya caminaba por aquellos efímeros
catorce meses de vida. Tenía unas piernas contorneadas y rechonchas:
“Preciosas”; según palabras de mi madre repetidas veces durante toda su
vida…
Nueve años en un sanatorio fue tiempo suficiente como para
olvidarme del movimiento propio, aunque eso sí, situaba a mis ganas en
las piernas ajenas desde la cama y me daba mis buenos paseos por cada
uno de los que hasta mi cuna llegaban.
Un buen día la suerte nos
presentó: “¡Mira, qué aparatos tan bonitos vamos a colocarte en las
piernas para que puedas volver a caminar…!”
La emoción se apoderó
de mi ingenuidad y me hizo creer que saldría caminando, como todo el
mundo, con aquellas baritas mágicas que para mí suponían ser las
ataduras o aparatos que me mostraban.
Una vez colocadas las
piernas dentro de aquellas máquinas de andar: plataformas de hierro
macizo con botas y estribos incluidos, más correas con apoyos en la
cintura, quedé cual presa atrapada en la cárcel de la incomprensión,
porque aquellos, ni se movían, ni a mí me hacían mover de ninguna de las
maneras…
No entendía nada. Pensaba que tan solo con ponerme los
hierros y bajar al suelo de mi eterna cama, sería más que suficiente
como para comenzar a caminar sin problemas, pero ocurrió todo lo
contrario: una vez de pie y ayudada entre los dos enfermeros quedé
atrapada y aferrada; como anclada al suelo, sin poder activar, casi, ni
la respiración.
No era capaz de menearme un ápice porque corría
el riesgo de caer con toda la estructura pesada que acababan de
incorporarme al ya bastante endeble esqueleto de mi cuerpo…
Y, madre del amor hermoso… Aquello fue como espolear a la sala al completo con sus camas y sus niñas dentro…
Todos expectantes conmigo y animándome me decían: “¡Venga, vamos; no seas cobarde y anda de una vez, Mari Pili, anda…!”
Ay, anda, jaja. Qué fácil lo veían ellas desde sus camas…
¡Anda, me indicaban una y otra vez…!
¡ANDA...!
Animada por semejante cuórum decidí avanzar un paso con la ayuda, por supuesto, de las dos nuevas muletas y…
¡ZAS…!
Una pequeña delantera me bastó para besar el suelo en plena boca…
Pero bueno, amigos… Desde aquellos días de estreno; nueve años más o
menos hasta hoy; sesenta más o menos también, he caminado a cuestas con
mis dos amigos los aparatos de hierro y sostén de mis huesos, más mis
dos muletas de diferentes composiciones: hierro, acero, etc., y jamás
los he podido dejar atrás en ninguna de las aventuras de mi diario.
Y ellos han sido y son el primer quehacer del día, y el último de la noche.
Y ellos son también, el primer dolor de todas mis caídas: un solo
tornillo roto o perdido en un batacazo me duele tanto o más que una
herida o trompazo bien dado en mi cuerpo… Tal cual.
Por lo tanto, ¡bienvenidos a mi vida, monumentos de acero!
Que gracias a vuestro invento he conseguido pasear mi nomenclatura por
el espacio a mi santa voluntad y con mis ganas, en cada momento.
¡Vaya desde aquí este pequeño homenaje a estos hierros fríos que me
calzo cada mañana; a los que tan solo consigo calentar con los ánimos de
mi espíritu...!
PilarPereiraGaliana
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