Antes que Antón, nació su hermana Amara
y, durante 4 años, 3 meses y 2 días, pude ser una madre corriente y
moliente. Así que tengo experiencia en estas dos maternidades tan
distintas. Por eso, cada vez que alguien, ante dificultades,
contratiempos o problemas que le salen al paso a Antón, me dice algo
parecido a “pues como todos los niños, ¿no?” me enfado mucho. Muchísimo.
Ahora ya he conseguido enfadarme sólo por
dentro, al tiempo que sonrío, y ya no me molesto en contestar, ni
aclararlo o intentar hacer ver a esa persona que esto no es así en
absoluto. Porque no es así, de ninguna manera es lo mismo: ni por el
volumen de las dificultades que surgen en la vida de Antón, ni por su
peso, ni por la cantidad de herramientas y habilidades que él pueda
tener para hacerles frente en comparación a otros niños que han nacido
con su vermis cerebelosa intacta. No es lo mismo ni por asomo. Y más
vale que quien piense así, y además tenga la osadía de verbalizarlo, no
llegue a comprobarlo nunca en su propia piel.
Hasta tal punto no es así, que ahora me
río de muchas de las cosas que me agobiaban cuando mi hija era pequeña y
me pregunto cómo podía ser tan tonta. Así que yo, como la mayoría de
las madres diversas, tenemos que colocar la sonrisa y mordernos la
lengua para contenernos cada vez que tantos padres y madres ordinarios
se preocupan, angustian y agobian por cosas absurdas delante de
nosotros. Entiendo que lo hagan porque yo también he estado allí. Lo que
no entiendo, ni tolero, ni acepto es que algunas personas intenten
equipararlo y ponerlo al mismo nivel que las cosas que nos preocupan,
angustian y agobian respecto a nuestros niños con discapacidad.
Es como si se diera por hecho que, dado
que nuestros hijos tienen una discapacidad, viene en el lote todo ese
añadido de dificultades. Acepto las dificultades en cuanto a su
funcionalidad, pero no las sociales y de aceptación, las que tienen que
ver con el (in)cumplimiento de sus derechos civiles y tantas otras…
También parece que se da por hecho que,
una vez aceptado el diagnóstico de nuestros hijos, esto implica también
aceptar y asumir que se van a encontrar con todas esas dificultades.
Pues no, tampoco funciona así: el hecho de que sepamos que nuestros
hijos van a tener que enfrentarse a infinitas dificultades, no significa
que nos duela menos. Ni dejan de doler con el tiempo. Es más, a medida
que crecen, ese dolor se vuelve cada vez más y más doloroso.
No sé cómo resulta tan difícil de entender.
O
puede que sí lo sepa porque, lo que aquí subyace en realidad, es una
idea que venía tiempo rondando mi cabeza pero que a la que no había
podido dar forma hasta que escuché unas palabras de Ignacio Calderón Almendros donde afirmaba que «existe una ideología que interpreta la vida de las personas con discapacidad como una vida que no es completamente humana.»Es lo que él denomina Proceso de Cosificación: «Es un ataque a la Humanidad de las personas con discapacidad. Los matamos a través de un proceso en que convertimos a las personas con discapacidad en cosas.»
Ignacio Calderón Almendros es
un pedagogo que ha centrado la mayor parte de sus estudios e
investigaciones en el tema de la integración escolar en relación a la
discapacidad. Y seguramente, no, casi con toda probabilidad, la
coherencia, sensatez y sensibilidad de todas sus conclusiones y
reflexiones se deban al hecho de haber convivido con la diversidad en su
familia, y el culpable de su mirada normalizadora y respetuosa es su
hermano Rafael Calderón.
Rafael cuenta con miles de características (biológicas y espirituales),
como todo ser humano, sin embargo, la que más ha marcado su vida de
cara a los demás (a los otros) ha sido su trisomía en el par 21, el
Síndrome de Down. Y contra eso ha luchado la familia Calderón Almendros
toda su vida.
Todos estos años con Antón en mi vida me
habían llevado a elaborar una idea sobre la causa de esta percepción
distorsionada sobre Antón que hace el mundo exterior, el mundo más allá
de su familia. Más que una idea, era un sentimiento, una sensación. Es
decir, yo comprendía esa razón pero no podía traducirlo más que en
sentimientos, en sensaciones, no había conseguido elaborarlo en forma de
palabras. Y fue entonces cuando escuché una de las fantásticas
ponencias [aquí] de Nacho Calderón y leí su libro “Educación, hándicap e inclusión”
y, allí mismo, encontré ese sentimiento que yo tenía dentro de mí
convertido en palabras. Y el caso es que ni siquiera se precisaba de
cientos de ellas para ser explicado. La razón por la que el mundo
percibe a Antón de forma diferente a cómo lo hace respecto a su hermana,
se resumía en esta idea: por un proceso de COSIFICACIÓN y de DESHUMANIZACIÓN.
Así de simple.Estos son mis hijos: Amara y Antón
Esto es lo que yo, madre, veo: dos niños maravillosos
Y esto es lo que la mayoría de la sociedad, del mundo exterior, ve y percibe: una niña brillante y un ser fallido.
Por tanto, entienden que mis expectativas para ellos no pueden ser las mismas.
Esa diferencia de miradas es lo que muchas veces lleva al enfrentamiento entre las familias diversas y el mundo exterior. Donde nosotros, las familias, vemos DERECHOS, el mundo exterior ve FAVORES.
Y es la prueba evidente que confirma la teoría de Ignacio Calderón Almendros.
Sobre “No aceptar” la discapacidad de nuestros hijos
La práctica totalidad de las familias diversas hemos tenido que escuchar, en algún momento del camino, que “no aceptamos”
la discapacidad de nuestros hijos. Muchos de esos padres han llegado
incluso a convencerse de que es así. Yo lo hice durante mucho tiempo,
demasiado tiempo. Hasta que me di cuenta de que la realidad era justo la
contraria: era el mundo el que no aceptaba la discapacidad de mi hijo.
Y de que cuando se nos dice esto (“no aceptas”),
lo que en realidad se nos quiere decir es: no te resignas a que tu hijo
no tenga los mismos derechos que los niños sin discapacidad, que no
tenga derecho a lo mismo, que no tenga derecho a su lugar en el mundo.
Lo que acepto
Yo asumo la discapacidad de Antón. Vaya
si la asumo. Asumo que su funcionalidad no le vaya a permitir correr
3.000 metros en los 12 minutos que lo hace su hermana. Si consigue
hacerlo en una hora, será todo un logro. Y además un logro mucho mayor
de quien lo consigue en diez minutos con su vermis intacta, con todos
los órganos del cerebro en su sitio, el tono de sus músculos en perfecto
estado y su sentido de la coordinación y el equilibrio intactos.
Asumo también que con 10 años no pueda
vestirse, asearse o cepillarse los dientes solo, ni escribir a mano, ni
andar en bicicleta, ni nadar, ni… tantas cosas. Claro que lo asumo, es
más, llegados a este punto me parece un problema relativo o ni siquiera
un problema. Yo también necesito de la ayuda de los demás en cientos,
miles de cosas y no soy completamente autónoma en muchísimos aspectos de
mi vida.
Lo que no acepto
Asumo todo esto respecto a las dificultades que su limitación en la funcionalidad imponen a Antón. Ahora bien, me niego a asumir:- que tenga que estar solo en el recreo.
- que no reciba invitaciones a cumpleaños en la misma proporción en que lo hacía su hermana. Ni a jugar a otras casas, pasar la noche fuera o ir al cine.
- que no le acepten en los campamentos de verano.
- que no encaje en prácticamente ninguna actividad extraescolar del colegio, ni del ayuntamiento, ni de la Diputación, ni de prácticamente ninguno de los organismos sostenidos con recursos públicos.
- que hayamos tenido que dejar de ir al parque porque nadie educa a sus hijos para que le den un sitio en sus juegos.
- que deba soportar día sí, día también, que algún niño le diga que “tiene una enfermedad”, que “anda mal” o que “no sabe hablar ni hacer nada”. Y lo peor: que se lo digan tanto, tantas veces y tan fuerte, que él mismo llegue a convencerse de que es así, de que es un ser incapaz porque otros lo han marcado y así lo han decidido.
- que cada vez que denuncio este tipo de situaciones se me tache de hipersensible, paranoica, suspicaz, radical… e incluso utópica e ilusa.
- y tantas y tantas cosas…
Y mi lucha está (y estará) en que cada vez que mis hijos atraviesen la puerta de casa, sean percibidos de la misma manera y se les supongan los mismos derechos. No quiero que mi hija tenga derecho a derechos y mi hijo tenga que conformarse con favores.
Que lo que en mi hija son derechos, en Antón se transformen en favores y
su lugar en el mundo dependa de la buena o mala voluntad del resto.
El problema principal de mi hijo es que haya personas convencidas de que tiene un problema.
Un problema que, para muchos, no sólo restringe sus aspiraciones y
sueños, sino también sus derechos. Tener afectada la funcionalidad es un
contratiempo, no un problema. El verdadero problema de las personas con
diversidad funcional son las barreras físicas y, sobre todo, las
mentales: la falta de empatía, la insolidaridad, la crueldad y la
exclusión que tantas veces sufren nuestros niños. No hablo ya de lo que
será su vida como adultos…
“No sufro discapacidad, sufro discriminación” (Paco Guzmán)
http://cappaces.com/2015/10/12/deshumanizacion-y-cosificacion-de-las-personas-con-discapacidad/
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